domingo, 16 de noviembre de 2014

XIX. Heart.

Mis manos se encontraban repletas de pintura, como si el propio arcoíris se hubiese desparramado en ellas. Me gustaban así. ¿Por qué no habíamos nacido repletos de colores en lugar de tener un color tan neutral como el carne? ¿Y por qué podía existir en la mente de una persona la idea de discriminar a otra por su color de piel? Me parecía tan ridículo.

Antes de lavarme las manos, me hice fotos a cada una de ellas con la Polaroid que había heredado de mi abuelo. Una cámara que él había utilizado en tantísimos viajes y que aún contenía el último carrete utilizado por él. Únicamente utilizaba la cámara en ocasiones especiales. Para muchos las ocasiones especiales son celebraciones concretas que están tan marcadas por las modas y por las tradiciones año tras año, pero para mí la vida cobraba un sentido diferente a la del resto si era yo misma la que se creaba sus propias tradiciones, aunque definitivamente, mi vida ya había dado un vuelco totalmente inverso a lo que es la realidad para los humanos. Por ejemplo, me dedicaba a echar algo de jabón fregaplatos cuando quería darme largos baños bajo la espuma, por distintas razones; me notaba la piel como el tejido de la seda, creaba un perfume como no lo había olido antes y así las puntas de mi pelo nunca se abrirían. También me compraba relojes continuamente, poniendo horas de distintos países en ellos y por lo que en cada semana cogía uno de ellos, miraba la hora, y según la que marcase me comía algo típico de aquel lugar, incluso cuando sufría insomnio y me levantaba a las 5 de la mañana llegué a comer algo típico de algún país asiático. Otra de mis tradiciones era fotografiar cosas que me pareciesen especiales. Yo no reservaba la cámara para viajes concretos, porque algún que otro había realizado por otros países y de ello quizá me habría llevado un par de fotos para el recuerdo. Sino que un pálpito aparecía en mi corazón, como si estuviesen llamando a una puerta con un 'toc-toc' que me obligase a fotografiar en ese momento lo que tuviese delante. No sé cuántas fotografías le quedaban a ese carrete, a mi mente, muchas.

 Me gustaba guardar los mejores recuerdos en la mente, allí nadie podría entrar, nadie sabría qué me resultaba lo más gracioso, - que es ver a Nana comer natillas, ya que siempre se pringaba la boca, y luego al sacar la lengua para retirárselo se ponía bizca - ni tampoco lo que tocaba realmente mi corazón como nada lo podría traspasar, - que era ver a Nana en su cuarto escribiendo, con una cara de concentración total, y un lapicero siempre apoyado en su oreja izquierda asomando entre su pelo. Cuando terminaba de hacerlo, la marca de las gafas se asomaba en sus sienes, creándole dos arrugas más, pero éstas eran artificiales, ya que no contaban nada, no te hablaban de ningún recuerdo importante que la hubiese marcado en su vida, simplemente que a lo mejor en ese momento, lo estaba plasmando sobre el papel.-

Nana siempre me decía que las mayores arrugas, las más grandes y profundas, se encuentran en el corazón.

''Los recuerdos siempre quedarán marcados en nuestra piel, surcando caminos que lleven a destinos diferentes, que cuenten historias, que hablen de viajes, de sonrisas, de caricias en la piel, y de las más intensas, en el corazón.''- me decía.

 Nana siempre me contaba que la mayor caricia en su corazón, la mayor marca en sus tejidos había sido mi nacimiento. A mis padres les costó muchísimo tener hijos - sin yo saber nunca las razones-. Y cuando yo nací, Nana lloró por dentro - como ella expresaba -mientras sonreía con sus ojos, y de ahí, que siempre tuviese surcadas dos arrugas cuando sonreía y sus ojos brillasen cual diamante.

- Pero Nana, ¿y el abuelo? - le preguntaba cada vez que me hablaba de lo mucho que le emocionó que yo llegase al mundo. - Había amor, ¿no?

- Lo hay, cariño. - Confirmaba en presente mientras me acariciaba los pómulos con ambas manos.

A mí con eso me bastaba, Nana era sincera y más si era cuando hablaba de mi abuelo.

Decidí dejar algo más la pintura en mis manos, dejarla secar, para que formase parte de los surcos de mis manos, que algo dirían, pero que nadie sería capaz de descifrar, aunque muchos lo intentasen. Oí como mi puerta se abría, y mientras subía la mirada porque tenía la vista fija en mis manos, encontré a Aitor frente a mí. No me dio tiempo a decir nada porque se abalanzó y me besó con intensidad. Fueron unos minutos raros, ya que nunca había sentido ni vivido nada así, pero esta vez no necesitaba preguntarme el porqué como hacía con lo demás en mi vida. Disfruté del momento sin querer que se acabara.

Cuando tuve tiempo de respirar me tumbé en la cama y él vino junto a mí.

''And you are always in my head... You are always in my head...'' Estaba sonando en ese momento, canción adecuada para describir lo que estaba ocurriendo.

 Le di la espalda y él, sin ninguna vergüenza me abrazó. Cogí una de sus manos con fuerza, pero sin querer crear ningún daño. En ese momento, lo único que quería es que su mano, al igual que la pintura ya seca en las mías, formase parte e hiciese compañía a todos los demás surcos que en ellas se encontraban. La magia no existe, pero en ese instante yo la sentí. Nada como sentir algo que nadie sabe que lo estás sintiendo. Creando un magnetismo que sé, que si en ese momento hubiese decidido separarme de él no hubiese podido. Porque ambos deseábamos lo mismo, y no hay poder más fuerte que lo mutuo.

- La canción mencionada es: ''Always in my head'' de Coldplay -